Andando sobre la cuerda de la peonza

03 2016 Docs

Asier serrano

 

Haritz y yo nos conocimos antes de nacer. Y sobre todo después de morir por sexta vez (¿acaso se puede morir sin vivir?). Nos conocimos cuando nuestras respectivas madres, embarazadas de dos estúpidos fetos integrales, se juntaron en la antigua plaza del mercado de Eibar. En vez de conversar de lo caras que estaban las coles de Bruselas, hablaron de temas más mundanos, sin que ellas así lo  quisieran. Hablaron pues de lo enfermo que estaba el poeta Gabriel Aresti, o del color tan ocre que había tomado la cara de Franco en las monedas de cinco pesetas. Supongo que fue una cruz de conversación, y que agradecieron que abandonáramos sus vientres días después.

Luego Haritz me enseño a dibujar soles que parecían lunas contaminadas de anorexia, casas sin tejado ni chimenea, casetas de perros ahorcados por ratones, y familias unidas, felices de odiarse tanto… Crecíamos, y aquel verano en que la noria de Prypiat dejo de funcionar, Haritz y yo sacrificamos un gato. Por si las moscas, le clavamos ocho veces la punta de una peonza en la sien. Aquella misma noche, él pudo pintar su ansiado arco iris con la sangre del gato.

A mi también me gustaba pintar, hasta que Haritz me descubrió la sombra de sus pinturas. Entonces  supe que lo suyo iba en serio, que no era ningún juego infantil. Supe que sus temas más recurrentes podían hacer cambiar de argumento al testigo de Jehova más radical. El mundo de Haritz no es ideal, acaso por eso lo sienta tan real, porque no esta en movimiento. Haritz congela ese momento de cordura, y condena a sus personajes a que sean inmortales en sus decisiones erróneas. En ese instante inexistente, elimina a los gobernantes de responsabilidades hacía el pueblo, y los reúne en fantasmagóricos parlamentos en una batalla ilógica pero con traje y corbata (siempre con la clase de los mezquinos y corruptos). Libera a los capitanes de las naves, como libera a las naves de los océanos. Dibuja la silueta del monte Anboto una y otra vez, hogar de la diosa Mari; y se ríe cuando identificas en su cueva la oscura vagina podrida de la madre de todos los vascos con boina. Pone del revés jarrones misteriosos e inútiles que nada ocultan, pero que no puedes reventar contra la misma pared donde nunca colgarías ningún cuadro de Haritz Gisasola.

Haritz y yo nos conocimos antes de nacer; y ahora, tal vez haya llegado el momento de desconocernos de nuevo un poquito.

 

 

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