El sermón de la montaña

02 2016 Docs

Horacio Fernández

 

Tres nubes doradas en un cielo despejado iluminan el escenario: al fondo la montaña del título, resplandeciente a la hora del atardecer; en medio un páramo quebrado por el que se escurren arroyos lacrimosos; en primer plano una peña, una pirámide rocosa. Todo muy árido, sin vegetación alguna. El conjunto se parece un poco a las montañas afacetadas de los iconos bizantinos. También recuerda la versión de los frescos de Giotto que pintó David Hockney para la escenografía de La flauta mágica.

Los veinte actores son tipos duros de rostros poco expresivos y gestos coléricos. Se puede contar diecisiete chaquetas, que deben llevar bien apretadas sus correspondientes corbatas. De los tres restantes, dos se han quitado la chaqueta y el que queda parece vestir una túnica, que puede ser la mortaja de Lázaro, a punto de levantarse y andar. Entre los cuarenta ojos posibles, solo ocho están abiertos. A lo mejor son sonámbulos. O quizás zombis, como indica el posible Lázaro. Sean lo que sean, trece están ocupados en la peña, formando otra pirámide.

¿La acción? Una pelea por unas jarras. Por los tres jarrones de encima de la peña. Parece que unos se los quieren llevar y otros desean que se queden allí. Con el lío, uno de los jarrones se ha roto. Un aviso para grandes y pequeños, en realidad para todos los que conozcan el cuento de la lechera, una descripción realista de los engaños del interés compuesto.

Las jarras son grises y desnudas, como en el poema de Wallace Stevens de 1923 Anecdote of the Jar: un cántaro redondo y vulgar que se vuelve alto y noble cuando el poeta lo coloca en un lugar salvaje. Encima de la colina el cántaro gris es superior a los pájaros y los árboles. El cántaro desnudo, de repente incomparable, reúne en un conjunto armonioso montañas y páramos, liberados de pronto de su vieja fealdad. Un gesto del poeta modifica las relaciones, cambia los valores. Al poner el cántaro sobre la colina, el poeta transforma un erial caótico en un paisaje extraordinario. En sí mismo, el cántaro no es nada, pero tiene poderes, puede transfigurar lo que se encuentra a su alrededor.

Los contendientes en la riña del cuadro de Haritz Guisasola La montaña no parecen lectores de Wallace Stevens, pero deben saber – o, por lo menos, deben creer – que las jarras recalifican terrenos, así que se merecen el ridículo de las bofetadas parlamentarias y las zancadillas circenses.

Haritz Guisasola es pintor. Según dice, pinta retratos, vanitas, inundaciones, bodegones, fotos de prensa y sillones. Algunos pueden verse en la página del archivo de creadores del Matadero madrileño. También asegura que el arte sirve para algo, es útil para pensar, reír, entristecerse, equivocarse… En sus visitas al Museo del Prado busca los cuadros de Andrea Mantegna y Pieter Brueghel. Con ver La montaña ya se nota que aprecia los cuadros que cuentan historias y están llenos de figuras. Como algunas pinturas de Ignacio Zuloaga o casi todas las de El Bosco.

En las obras de El Bosco suele haber jarras, casi siempre boca abajo. Por ejemplo, en una tabla que luce en un museo de Rotterdam, El Bosco pintó un jarro ensartado en un palo sobre la fachada de un burdel medio en ruinas del que se marcha a la francesa un buhonero que lleva una piel de gato sobre el morral. Un perro con malas pulgas le gruñe, es probable que le acabe de morder en la pierna. Hay quien cree que el vendedor ambulante huye después de haber robado un gorro al descuido. Para otros no hay duda de su identidad: se trata del desventurado hijo pródigo – el santo patrón de los jóvenes en vías de independizarse – poco antes de emprender el camino de vuelta a la casa paterna.

Otra jarra del revés aparece en otra tabla, propiedad del Louvre. Esta vez es un festín en una barca sin rumbo, la nave de los locos. La locura de los diez glotones es, entre otras posibilidades, la gula, un pecado que se adquiere, al contado o en cómodos plazos, en el mercado, como los demás placeres.

Pocas veces fue al mercado el personaje principal de una tabla más de El Bosco, ahora en Washington. Se trata de un hombre al que ya no le queda tiempo y no sabe qué hacer antes de acabar de una vez. La muerte, detrás de la puerta, le mete prisa. El moribundo quisiera dedicar su último aliento a la salvación que le propone el ángel de la guarda, pero le atrae mucho más el voluminoso saco de monedas que le ofrece un gracioso diablejo. Una vez más, la situación es grave, pero no seria.

La gula y la avaricia se contradicen. El tragaldabas puede ser codicioso, pero los avaros no gastan ni en comida. Son pecados capitales, pero también virtudes capitalistas. La gula es beneficiosa para el mercado, ya que los glotones consumen y gastan. Y la avaricia es sinónimo de bondad en el extraño mundo de las finanzas, un lugar en el que nada es mejor que guardar y ahorrar. El avaro es capaz de perderlo todo por su afán de no perder nada. El selecto club financiero que gobierna el planeta ha dado recientes pruebas de su capacidad para arruinar a todos sin arruinarse ellos. Para eliminar definitivamente cualquier posibilidad de ruina propia reinventaron el rescate.

Hace unos años un agente de bolsa llamado Ivan Boesky explicó a los estudiantes de una escuela de negocios la honorabilidad de la avaricia, que, en resumen, es muy sana y mejora la autoestima. La carrera de Ivan Boesky empezó en la inspección de Hacienda, el mejor lugar para aprender a burlarla, después se enriqueció en la Bolsa hasta que fue descubierto, luego pasó una corta temporada en la cárcel y finalmente se retiró con las espaldas bien cubiertas. Aún sigue por ahí, disfrutando de sus jarras y conservando bien altos los niveles de autoestima.

 

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